“Da a quien te pida, y a quien te quita lo tuyo no se lo reclames”. (Lc, 6:30)
Aunque es cierto que estamos en la temporada de dar, el desafío que nos presenta el Señor en el Evangelio de Lucas probablemente no es lo que teníamos en mente. Por supuesto, estamos dispuestos a gastar nuestro dinero en regalos para nuestros seres queridos, y con suerte, si podemos, ofrecemos algo de nuestro tesoro a los más necesitados. ¿Pero a quienes nos han hecho mal? Esa es una propuesta más difícil.
Si continuamos leyendo en el mismo Evangelio, Jesús nos dice que es justo este tipo de generosidad lo que nos hace hijos de Dios. “Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso”, dice.
Hemos escuchado estas palabras recientemente como el eslogan para el Año de la Misericordia que nuestra Iglesia ha iniciado. Existe un entusiasmo genuino en nuestra Diócesis sobre este Año al reflexionar nosotros sobre la Misericordia y discernir de qué manera podemos practicarla mejor en nuestras vidas. A la vez, el mundo que nos rodea continúa: del trágico ataque en el Inland Regional Center en nuestra propia Diócesis este mes a los ataques en París el 13 de noviembre, puede ser difícil en esta situación ver la misericordia y ese espíritu de dar incondicionalmente a que nos llama el Señor.
Esto es especialmente doloroso cuando vemos a los millones de refugiados en nuestro planeta que huyen de la muerte y la miseria en su tierra natal pero cada día se les recibe con mayor recelo o incluso hostilidad. Sería más fácil para nosotros ceder al temor, aunque legítimo, de este momento y decirles a nuestras hermanas y hermanos extranjeros, “no hay lugar en la posada”. Pero eso no es lo que somos como católicos.
Podemos considerar la historia original de la Navidad, la manera en que nuestro Señor nació en el lugar más humilde después de una larga y arriesgada jornada desde una tierra lejana, y reconocer el rostro de Jesús en estos millones de refugiados. El temor y el trauma que sentimos tras el ataque en San Bernardino son el mismo temor y trauma con los que ellos han vivido, que han acuciado su migración.
No descarto la necesidad de preocuparnos por la seguridad de nuestras familias y comunidades. Vivimos en una era que nos llama a estar más alertas. Debemos también reconocer y aceptar nuestros sentimientos hoy en día – ira, temor, tristeza – y resistir el impulso de simplemente “seguir adelante”.
Tengo la esperanza que después que hayamos recorrido este valle de oscuridad, después que hayamos llorado, dialogado los unos con los otros y orado, tendremos esperanza. Es la misma esperanza que sentimos cada Navidad cuando celebramos la promesa de salvación que nos dio el nacimiento de nuestro Salvador, Emmanuel. Verdaderamente, Dios está con nosotros más que nunca. Respondamos a su llamado a dar de corazón y espíritu.
Mis mejores deseos para ustedes y para sus seres queridos. Les deseo una Navidad llena de júbilo y un Año Nuevo lleno de bendiciones.