Vivimos en un tiempo que parece oscuro, sintiendo con frecuencia incertidumbre y miedo. La violencia, la discriminación y el dolor ocurre a nuestro alrededor y está afectándonos directamente y a muchos de nuestros hermanos y hermanas. En ocasiones nos sentimos perdidos y desanimados porque nos sentimos impotentes ante tanto mal y creemos que la oscuridad nunca se va a acabar. Nos preocupamos de los hermanos que corren más peligro de perder la esperanza y caer en la desesperación. Estamos en espera de algo o alguien que nos salve de tanta acción negativa que va en contra de la dignidad de la persona humana. ¡Es evidente que necesitamos esperanza!
¿Qué es la esperanza y como se fomenta? La esperanza es una virtud. De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica (nos.1803 & 1813), la virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Es una fuerza sensible y espiritual que nos impulsa a realizar actos buenos y dar lo mejor de nosotros mismos a través de acciones concretas. La esperanza es una de las virtudes teologales, y las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad tienen su origen, motivo y objeto en Dios y se refieren directamente a Dios. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacernos capaces de obrar como hijos suyos, y merecer la vida eterna y nos disponen a los cristianos a vivir en relación íntima con la Santísima Trinidad. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en nuestras facultades humanas. A través de estas virtudes teologales nosotros participamos de la naturaleza divina que es el amor, ponemos nuestra confianza en las promesas de Cristo y nos apoyamos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo.
Desde esta perspectiva, podemos decir, con Benedicto XVI, que «el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza» (Ángelus, 28 de noviembre de 2010). De ahí la importancia de que nosotros los cristianos roguemos a Dios constantemente por el don de la esperanza. El Papa Francisco en el libro “Llamados a Sembrar Esperanza” nos dice que no dejemos que la esperanza nos abandone, porque Dios camina con cada uno de nosotros. Es de profunda ayuda que el Papa Francisco nos aconseje a cada uno de nosotros a aceptar y decir constantemente: “Yo espero, tengo esperanza porque Dios camina conmigo y me lleva de la mano”.
Benedicto XVI, en la carta encíclica Spe Salvi, nos propone tres “lugares” para el aprendizaje, ejercicio y obtener fuerza de la esperanza cristiana. El primer “lugar” es la oración. En el diálogo íntimo y personal con Dios llevamos nuestra experiencia de la realidad a un Padre que escucha y nos habla. El contacto frecuente con Dios, en la oración, reaviva y renueva nuestra esperanza porque nos acercamos con la convicción de que Dios siempre escucha y atiende nuestras súplicas.
El segundo “lugar” es la rectitud del obrar y del sufrimiento. El dolor y los padecimientos físicos, morales y espirituales son realidades comunes a nuestra existencia humana. En el aceptar las tribulaciones con fe y esperanza encontramos un camino de maduración y purificación desde donde el sufrimiento adquiere un auténtico sentido a la luz del misterio de Cristo ayudándonos a enfrentar los padecimientos con realismo y sin desesperación.
El tercer “lugar” es la reflexión constante sobre el juicio final. Esta reflexión sobre la realidad del juicio nos ayuda a ordenar nuestra vida presente hacia al futuro, a la eternidad; comprendiendo que al morir nuestro destino es la vida eterna.
En conclusión, «el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza» (Spe Salvi, n. 23). Sólo Dios puede colmar totalmente todos nuestros anhelos y esperanzas.
Preguntas de reflexión:
¿Qué me llamó la atención de este artículo?, ¿Cuáles son mis esperanzas?, ¿Qué inquietudes hay en mi corazón?