Usted es el obispo activo más antiguo sirviendo una diócesis en los Estados Unidos y, salvo una decisión inesperada del Santo Padre, esta diócesis será la única en la que ejerza como obispo. ¿Qué opina de eso?
Es según lo entiendo, la manera en que debe ser. Se te ordena para una Diócesis, para una Iglesia local. En cierto sentido estás casado con esa Iglesia. Eres ordenado para el pueblo de esa Iglesia. Se hablaba desde que llegue aquí (entre el primero y el segundo año) en que iba a ser re-asignado, iba a ir a Lubbock, a Santa Fe, a Nueva York (risas), a Sacramento, a Oakland, a San Antonio, a los Angeles; sin embargo, aquí he permanecido. Y creo que es la manera que tenía que ser. Sé que algunos sacerdotes y diáconos a veces piensan que deberíamos ser capaces de permanecer en una parroquia durante 25 años y no ser cambiados, pero creo que en ocasiones olvidamos que tanto el obispo, como los sacerdotes y los diáconos, somos ordenados para la Diócesis, para la Iglesia local, no para una parroquia. Pero, si el Santo Padre dice: “Necesito que vaya a otro lugar”, pues iré. Pero no he tenido la ambición ni el deseo de ir a ningún otro lugar, inclusive en medio de las diferentes conversaciones en que he tomado parte. Creo que ha sido el lugar apropiado con todas sus oportunidades y desafíos.
¿Qué distingue a la Diócesis de San Bernardino?
Yo comparo a la Diócesis de San Bernardino con Galilea. Es el lugar que la gente atraviesa para ir, a Las Vegas, a Disneyland, a Los Ángeles, a San Diego, a Phoenix. Así que a veces no saben que está ahí, aunque acaben de pasarla. Cuando uno se detiene aquí y se da cuenta de lo que está aquí, en el sentido de su gente y la fe de su gente, se da cuenta de que es más que un oasis en el desierto; es parte de esa nueva Jerusalén. Todavía se considera una diócesis en estado de misión (necesitada de recursos), sin embargo de gran riqueza en la dedicación y la creatividad de la gente. No tenemos muchos de los recursos que tienen otras diócesis con más historia, como las instituciones católicas de educación superior, las casas religiosas de formación, etc. Hemos tenido que hacer mucho por nuestra cuenta, y esa singularidad ha dado sus frutos. La riqueza que está aquí es el pueblo y su apertura. Hemos tenido que crear algunas cosas pues la necesidad es la madre de la invención. Hemos tenido que crear porque no hemos tenido los recursos y las tradiciones, eso, nos hace únicos.
¿Hay algunos recuerdos especiales que le vengan a la mente acerca del día en que se ordenó de Obispo?
No conocía a nadie aquí. Me abandoné por completo a esta Iglesia. Es como cuando te llevan a la cirugía, confías completamente en los médicos. No conocía un alma y en mis primeros dos días aquí mientras me enseñaban las instalaciones me parecía que, cada nombre de las personas y las ciudades se parecía. Teníamos Phil, Phil, Phil y Bill trabajando en la Cancillería [risas]. El día de mi ordenación nos perdimos yendo a la iglesia. Había estado en la iglesia para el ensayo el día anterior, y le dije al conductor: “No recuerdo haber visto esto ayer.” Entonces se dio cuenta que íbamos al lugar equivocado. Así que fue un abandono en el sentido de confiar en este lugar, en las personas, en la iglesia. [En la Ordenación] Yo no tuve voz en la organización de la liturgia. Me pidieron que eligiera un lector, escogí a mi hermana. Pregunté si podía elegir a los diáconos y ellos dijeron, no, que ellos los proporcionarían, esto es porque es la Iglesia local. Era como un niño que va a la escuela en su primer día de clases.
¿Cuáles fueron sus primeras impresiones de la Diócesis de San Bernardino cuando llegó por primera vez aquí?
Yo había venido de un lugar [la Arquidiócesis de San Antonio] donde había una ciudad importante que dominaba toda la diócesis. Había un montón de pequeñas ciudades, muchos espacios vacíos, pero todo salía de esa ciudad principal, que era San Antonio. Aquí no había tal cosa. Las cosas estaban dominadas, en ese sentido, por Los Ángeles. Aquí, una ciudad tras otra, tras otra, tan juntas. Y también tenías esos largos espacios, hacia el desierto y hacia las montañas. Fue difícil ajustarse, saber cuándo estás en Riverside y cuando estás fuera, y de pronto ya estás en Corona. No había nada en medio a menos que salieras hacia el desierto. Fue difícil adaptarse a eso y a la Iglesia local. No se puede traer una Iglesia aquí, ésta es una realidad diferente. Somos una Iglesia universal, pero estamos formados por iglesias individuales únicas. Y yo descubrí eso cuando vine aquí.
¿Cómo cambiaron las cosas cuando usted se convirtió en el Obispo Ordinario en 1995?
Yo estaba listo, tenía más confianza. El Obispo Phillip Straling había puesto una estructura sencilla sobre la cual seguir construyendo. Eso era muy accesible y atractivo para mí. Algunas cosas podían construirse sobre lo que teníamos y también empezar cosas nuevas. Él le había dado también un buen aspecto o imagen a la Diócesis. Era una Diócesis que estaba en movimiento, que estaba aprendiendo, que se había tomado seriamente el Concilio Vaticano II, con la intensión, e inclusive con los retos que eso implicaba. Fue fácil para mí hacerlo en ese entonces, estaba más familiarizado con las cosas. Tomé mi propio deber con responsabilidad y el Obispo Straling había puesto ya un proceso de consulta para la Visión (diocesana), y porque yo era parte de él, podía ahora dirigirlo.
¿Por qué fue importante para usted ser parte desde el principio de su Episcopado en el proceso de creación de la Visión diocesana?
Me di cuenta que esta Diócesis estaba formada por muchas entidades únicas, y con ello me refiero a la inmensidad de los pequeños pueblos, sacerdotes de todas partes (religiosos y diocesanos). Era como una dispersión de muchas cosas que no sentían aún que tenían una dirección común. Todo el mundo estaba haciendo algo bueno, pero no estábamos atados el uno al otro. Eso sucede en una nueva diócesis. Había algunas áreas que no estaban recibiendo mucha atención y también necesitaban que las tomásemos en cuenta. Vi la necesidad que la gente tenía de concentrarse en una visión, de manera que al menos pudiéramos identificar quiénes somos. Somos tan diferentes y tan entrelazados en muchas, muchas maneras diferentes, no obstante, lo que somos juntos es lo que cuenta. Esta fue la razón del nacimiento de la Declaración de Visión y los Valores Fundamentales de la Diócesis.
¿Cuáles han sido los momentos más gratificantes de su Episcopado?
En este momento, soy capaz de apreciar algunos de los frutos de haber considerado a la formación clave desde el principio. La formación no acontece en un día, es como una espiral, trabajas, trabajas y trabajas, y luego llega el tiempo en que estás en el nivel siguiente. No sabes cuándo, pasaran meses, años, pero al final haz avanzado. Ver ese tipo de madurez por parte del pueblo de la Diócesis, de su fe, de su pertenencia a la Iglesia, comprender la singularidad de su Iglesia, con sus múltiples entidades, ya sea en su estrato social, educación, etnicidad, edad, economía. Ver el crecimiento. Creo que es como el padre o el abuelo, que pueden ver lo que han hecho a lo largo de los años a pesar de los desafíos. Se puede ver cuán saludable parece estar la Diócesis. Ves nuevos voluntarios, ves personas que estaban indecisas de asistir a los programas de formación cómo están respondiendo ahora. Cómo estamos formando a las personas para que respondan a las diferentes necesidades. Estas son las cosas satisfactorias, cuando las personas vienen y me dicen: “¡Señor Obispo, gracias por los programas de formación”! Y lo oigo todo el tiempo. Hay mucho agradecimiento por lo que la Iglesia les ha ofrecido en el transcurso de estos años y eso es muy satisfactorio.
Otro aspecto positivo es el crecimiento de nuevos ministerios. Cuando las personas vienen a compartir sus historias y sus necesidades, nuestra respuesta a consistido en invitarlas a realizar algún ministerio, a servirse los unos a los otros en nombre de la Iglesia.
¿Cuál ha sido el momento más desafiante de su Episcopado?
El momento más desafiante fue el de la crisis de abuso sexual. Llegar a ese tipo de conciencia de cómo las personas han sido lastimadas y victimizadas por la Iglesia, fue extremadamente doloroso –y ciertamente lo es-. Tomar el tiempo y la energía para comunicarse con estas personas y comprenderlas. No creo que pueda haber algo más doloroso que ver el daño que han causado otros y cómo ha impactado la confianza en la Iglesia para esta gente. La Iglesia hizo esto, nosotros hicimos esto. Fue doloroso para muchas personas y se le debe poner un alto a éstas y muchas otras cosas que debemos enfrentar.
Creo que otro reto que no es solamente de nuestra Iglesia local es la necesidad de vocaciones (al sacerdocio). Es cierto que tenemos un buen grupo de sacerdotes, pero vienen de otros lugares. No los estamos promoviendo nosotros. No tenemos una cultura de vocaciones en muchas de nuestras parroquias. A algunas personas no les gustan algunas de las actitudes de los sacerdotes que los han servido, otros los valoran positivamente, pero casi nadie está pensando en lo que van a dejar a sus hijos y a sus nietos. Hemos crecido consistentemente en el número de vocaciones, pero no está ni cerca de lo que necesita la Diócesis. Lo decepcionante es que la gente todavía no lo ve como algo que le pertenece y no se hace responsable de ello.
El otro desafío es que no hemos apreciado a nivel local la responsabilidad que tenemos de acompañar a nuestros hermanos y hermanas en la fe. A veces nuestra actitud o mentalidad está meramente en que reciban los Sacramentos; asegurarse de que están bautizados, o de que recibirán su Primera Comunión o Confirmación, o que se casarán por la Iglesia. Sin embargo, la comunidad de fe no acompaña a estas personas para vivir los Sacramentos. No nos hemos convertido en los discípulos misioneros que el Santo Padre nos ha pedido. No estamos “en salida”. Esperamos a que la gente venga a la iglesia, como en el Antiguo Testamento, “al templo”. No hemos tomado en serio el mandato de salir al mundo. Que dondequiera que estemos, cualquiera que sea nuestra profesión, estamos viviendo nuestra fe. Cuando no salimos al mundo, me preocupa que caigamos en la gran tentación de no preocuparnos, de ser indiferentes, de enfriarse y de no tener compasión. Eso no es vivir el Evangelio. Si ya no nos afecta la realidad de las personas menos afortunadas, ya sean los que no tienen hogar, los huérfanos, los inmigrantes o los ancianos, y si no podemos sentir y solidarizarnos con ese pueblo, entonces estamos en un serio problema. Ahora mismo la batalla a enfrentar es contra la indiferencia y la frialdad de corazón que están devorado la compasión, la que se supone debemos tenernos unos con otros. Ese es el reto del futuro. Necesitamos testigos, más testigos.
Al mirar usted hacia el futuro, ¿en general, qué le da esperanza para la Diócesis y la Iglesia de los Estados Unidos?
Hay muchas familias y jóvenes que tienen hambre de conocimiento y de amistad con Dios y la Iglesia no es necesariamente el lugar donde algunos de ellos están buscando. Sin embargo hay personas en la Iglesia que están haciendo preguntas sobre la necesidad de saber más, y eso es signo de esperanza, porque las personas están buscando a Dios. Puede que no estén satisfechos con lo que tienen o que no aprecien el esfuerzo que esta búsqueda implica, pero al menos lo están buscando, y la Iglesia tiene que estar allí. En cierto sentido, no estamos haciendo lo suficiente en el nivel parroquial con las familias jóvenes, ellas necesitan ayuda. Creo que necesitamos ayudar a construir en la gente, comenzando con los jóvenes, un sentido de teologizar, de descubrir en las experiencias de la vida la presencia de Dios, Tenemos que ayudar a los niños y las familias a que tengan esa experiencia, darles herramientas apropiadas y las opciones correctas que los lleven a preguntarse cómo ven a Dios en sus sueños y en sus experiencias dolorosas. Creo que la gente está lista para eso, pero no sé si estamos dispuestos a ayudarlos, a involucrarnos en eso… (El Obispo, sonriendo, agrega), “Regálame otros 25 años y veremos qué podemos hacer…”.