Por Obispo Rojas

“No ruego sólo por éstos, sino también por todos aquellos que creerán en mí por su palabra. Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.” (Juan 17:20-21).
Esta es la bella petición de Nuestro Señor Jesús en el Evangelio de Juan, que todas las personas en la tierra tuvieran la experiencia de unión y conexión que existe entre Él y Dios Padre. Que oración tan poderosa que nos enseña lo importante que es para Nuestro Señor que nos tratemos con dignidad y respeto a pesar de las diferencias que puedan existir entre nosotros, ya sea nuestro país de origen, la cantidad de dinero que tenemos, la edad, el género, o el color de nuestra piel.

Nuestra Diócesis es un lugar donde estas diferencias se ven claramente. Celebramos la presencia de las varias culturas y razas dentro de nuestras comunidades de fe porque nos enseñan las varias y bellas maneras en que Dios se manifiesta en medio de nosotros. De la misma manera, nuestro estado y nuestra nación también reflejan esta tela vibrante de cultura y raza. Sin embargo, al mismo tiempo que profesamos celebrar esta diversidad vemos que una oscuridad nubla nuestros corazones y construimos muros de división y hostilidad entre los hijos de Dios. Tenemos que reconocer que el racismo todavía existe entre nosotros-en nuestro país, en nuestras comunidades, incluso en nuestras iglesias.

Los eventos de los años recientes-desde la manifestación en Charlottesville hasta la llegada de refugiados de Centro y Sur América y otras partes del mundo que buscan asilo y el asesinato de George Floyd-nos han forzado a enfrentar la realidad de que el racismo todavía está con nosotros, cobrando un costo terrible de odio y muerte, esta no es nuestra identidad como hijos de Dios.

El pecado del racismo no es confesado con frecuencia, y pocas veces se discute entre los fieles católicos. ¿Significa que somos inmunes a él? Claro que no. Aquellos que han experimentado la discriminación racial cargan un gran dolor con ellos y algunos no quieren hablar de ello. Para aquellos que vienen de grupos culturales que históricamente han perpetrado actos de racismo, es un tema incómodo de reconocer, mucho más de discutir.

Pero estos eventos recientes han llevado a que la Iglesia en los Estados Unidos, en California y aquí en nuestra Diócesis comience un proceso de enfrentar el racismo, tanto en la sociedad como dentro de la Iglesia misma. Comenzó en los Estados Unidos con la Carta Pastoral de los Obispos en 2018 “Abramos Nuestros Corazones.” En 2020 los Obispos de California formaron un comité para examinar la presencia del racismo en la Iglesia. Esto incluye sesiones de escucha con clérigos y obispos Afroamericanos, que compartieron sus historias dolorosas de experimentar discriminación racial durante su ministerio. El mismo año el Obispo Gerald Barnes estableció un Grupo de Trabajo Diocesano en Contra del Racismo, el cual yo, como Obispo Ordinario he escogido seguir apoyando de todo corazón. El proceso actual de Consulta Sinodal ha incluido miembros de la comunidad Afroamericana, quienes fueron invitados a compartir sus experiencias de racismo en su vida y ministerio. Y por la última década hemos discutido el asunto del racismo dentro de nuestro entrenamiento Desarrollando Competencia Intercultural para Ministros (BICM por sus siglas en inglés) que es un requisito para todos los empleados de la iglesia en nuestra Diócesis.

Estas discusiones no han sido fáciles. Personas de buena voluntad e intención dentro de nuestras comunidades de fe han reaccionado negativamente al hablar del racismo como un pecado que perdura. Quizás digamos que cuando nuestras palabras o acciones fueron percibidas como racistas por alguien no era nuestra intención de que fueran tomadas de esta manera y, por lo tanto, no pueden ser consideradas racistas. Esta forma de pensar no valora la percepción y la experiencia de la persona que se siente victimizada. Tenemos que estar dispuestos a ver las cosas desde su perspectiva, a considerar su experiencia e imaginarnos como es que nuestros comportamientos le pueden afectar. Toma valor, y toma pedirle a Dios que nos perdone y nos ilumine, toma pedirle a nuestro hermano o a nuestra hermana que nos perdone, toma estar dispuesto a perdonar a nuestro hermano o nuestra hermana, permitiendo que el amor de Cristo permanezca en nuestros corazones.

Este es un proceso doloroso, pero reconozcamos la mano de Dios trabajando en medio de esto y abrámonos al cambio que Él busca llevar a cabo en nosotros. El Señor Jesús también nos prometió en el Evangelio de Lucas- “No hay nada escondido que no deba ser descubierto, ni nada tan secreto que no llegue a conocerse y salir a la luz” (Luc 8:17). Gracias por leer esta reflexión. Sigamos orando el uno por el otro y celebrando nuestro hogar compartido, juntos como Cuerpo de Cristo.

Paz y bendiciones,

Obispo Alberto Rojas